Gerardo Herrero es un profesional de nuestro cine que le gusta estar detrás de las cámaras en diversos cometidos, siempre directivos. Productor avezado, uno de los pocos que justifica el término “industria” en nuestro país, frecuentador y ganador habitual del Festival de Málaga, desde hace tiempo le ha cogido el gusto a dirigir sus filmes. Sin embargo, todo el talento que tiene como productor le falta como cineasta en activo. Sus películas siempre pecan de una falta de aire lamentable. Es un narrador pesado y al que le cuesta dar agilidad a sus narraciones, que siempre tiran a lo obvio por otra parte.
Esto es grave en los dramas, en los que parecía haberse especializado Herrero, pero en una comedia es directamente letal. Y comedia es su último trabajo como director, Qué parezca un accidente. Un trama negra, con asesinos a sueldo y suegras cabreadas, como una actualización de los viejos chistes de la España eterna sobre las madres políticas que no funciona. Los defectos de Herrero chirrían más que nunca en esta película que no tenía malos mimbres, pero que el director desperdicia. Hay cosas inverosímiles desde el principio, como la “nacionalidad” de los actores. Está ambientada en Canarias –las instituciones oficiales del archipiélago que figuran al principio deben haber puesto dinerito para que sea así, lo que lleva a los habituales planos gratuitos turísticos- con Carmen Maura y José Luis García Pérez con sus respectivos acentos madrileño y sevillano. Esto no tendría importancia de no ser porque la actriz canaria Yaiza Guimare da vida a la hija de la Maura con su impecable deje guanche, mi niño. Nadie explica si doña Carmen y García Pérez son emigrantes –se supone que sí- y si la chica ha nacido allí, pero el efecto es chocante. Más bien es poca preparación de los personajes y demasiado gusto por la pela, como el meter argentinos sin ton ni son para justificar la coproducción con el país del Río de la Plata.
Qué parezca un accidente pierde mucho tiempo en prolegómenos, algo bastante malo cuando la película dura 90 escasos minutos. El reencuentro entre el asesino encarnado por Federico Luppi y su hijo consume demasiado metraje de resultas de lo cual todo se resuelve con precipitación. Además, el pesado estilo de Herrero ralentiza en exceso la acción, con lo que los golpes de humor no son efectivos en una película no muy bien estructurada tampoco, con lo que va perdiendo fuelle poco a poco. Pero como de costumbre, merece la pena verse por el gran Luppi, cuyo formidable talento se encuentra una vez más por encima de una película. El que no se consuela es porque no quiere.