
Frederic Raphael, escritor húngaro judío, guionista del último film de Kubrick, decía que detestaba La lista de Schindler porqué no la consideraba una película sobre el Holocausto, sino sobre el éxito. Su razonamiento era que el exterminio de los hebreos a manos de los nazis es una historia en la que mueren seis millones de personas, pero Spielberg hablaba de un puñado que se salvó. Suponemos que a Raphael tampoco le haría gracia El pianista de Polanski, otro que pudo contarlo.
Desde este punto de vista, El último tren a Auschwitz, producción germano-checa, parece más adecuada a los intereses del autor húngaro. Cuenta el aterrador viaje de los últimos judíos berlineses que habían escapado hasta entonces a las redadas y fueron enviados como ganado a Auschwitz. Dentro de la amplia filmografía del Holocausto, tiene su punto de originalidad. Nadie había contado aún detalladamente lo que ocurría dentro de los transportes de la muerte a los campos de exterminio. Hacinados como sardinas en latas, sin comida ni agua, eran viajes que duraban días, en parte por las grandes distancias, en parte por las habituales paradas que tenían que hacer para dejar paso a los trenes militares, que tenían preferencia. El resultado es que muchos morían durante el angustioso trayecto, ahorrando trabajo al personal de Auschwitz cuando por fin llegaban.
Y dicho esto, lamentar que la película sea tan mala y tan poco honesta consigo misma. No basta con presentar al espectador una situación terrible, sino que hay que saber transmitir ese horror. Y ahí se falla estrepitosamente. Se elige el recurso fácil al melodrama fácil y manipulador emocionalmente. Demasiado uso de los niños para provocar la tristeza del espectador, demasiados flashbacks contando la maravillosa vida que tenían todos ellos antes de que la solución final se cruzase en su camino (parece que no había un judío triste o con problemas familiares en el Berlín prehitleriano), demasiada música chillona, demasiadas lágrimas de telefilme de sobremesa. Así, esta estrategia acaba dañando a El último tren a Auschwitz irremediablemente, pues hace que no nos identifiquemos emocionalmente con el horror de la situación al darle tratamiento de melodrama barato.
Pero lo peor es como la película se va cubriendo las espaldas a si misma como si no tuviese valor de llegar hasta el final. Es sabido, lo dijimos antes, que los judíos iban como sardinas en lata en los vagones. Aquí, en el que centra la acción, se nos dice al principio que hay cien personas, pero uno tiene la sensación de que no van a bordo más de 30. Necesario sin duda para mover los actores y la cámara, pero que va en contra de la verosimilitud histórica. Hay detalles de corrección política, como esos soldados del ejército regular alemán que le dan pan a los judíos en una parada, enfrentándose a los SS que custodian el tren (cuyo rubio jefe, por cierto, es el típico nazi de opereta). Mensaje: no todos los alemanes fueron malos. Curioso, si sabemos que uno de los dos directores del film es Joseph Vilsmaier, autor de Stalingrado, otro capote a las responsabilidades germanas en la Segunda Guerra Mundial. Y curioso que El último tren a Auschwitz se centre en judíos alemanes, los que menos sufrieron el Holocausto, sobre todo porqué a muchos de ellos les dio tiempo a emigrar antes de que el nazismo llegase al crimen contra su raza, que cayó con más fuerza sobre los hebreos del Este de Europa. La presencia de conductores del tren y saqueadores polacos parece que intenta también encender el ventilador del Holocausto para que todos se salpiquen. No cabe duda de que es un film muy Deustch.
Sin embargo, lo más decepcionante es el final, pues hace que El último tren a Auschwitz se convierta en otro film sobre el éxito en la línea de lo dicho por Raphael, ya que in extremis dos personas consiguen escapar del tren de la muerte y la película acaba con ellas sanas y salvas. Vislmaier y su codirectora Dana Vavrova dejan a los otros rindiendo viaje en el campo de exterminio por antonomasia y nos ahorran el pelado y la conducción a la cámara de gas. No han tenido valor de rematar su trabajo con el final lógico y montan un simulacro de Happy End para que el espectador no salga demasiado deprimido. Con lo que en realidad no hemos visto un film concienciado sobre una tragedia, sino un melodrama que no pasará a la historia de las películas del Holocausto.