Delitos familiares

mayo 25, 2008

Los buenos directores, cuando llegan a viejos, y sortean tanto los obstáculos de una vida como de una profesión muy traicioneras, hacen dos tipos de películas. Unos, como Buñuel, Rohmer o Borau hacen lo que les da la real gana, confundiendo a veces la chochera creativa con la libertad absoluta. Otros, caso de John Ford o Clint Eastwood, ennegrecen su mirada, como una triste constatación de que vivir mucho no lleva a la felicidad. Sydney Lumet pertenece a este último grupo.

 

            Director clave de los 70, responsable de excelentes crónicas criminales como Serpico, El príncipe de la ciudad o la poco conocida pero extraordinaria Distrito 34, corrupción total, Lumet cumplió el pasado año medio siglo tras la cámara, debutando con la célebre adaptación de Doce hombres sin piedad. Tras otra de sus brillantes crónicas sobre la corrupción, La noche cae sobre Manhattan, Lumet cayó en un parón que parecía definitivo, trabajando en televisión –volviendo a sus orígenes- y rodando un innecesario remake de la gran Gloria¸ de John Casavettes. Fue galardonado hace tres años con un Oscar honorífico. Pero como a otros maestros –John Huston tras su decepcionante versión de Bajo el volcán– se le dio por muerto prematuramente. Regresó hace dos años con la estupenda ¡Declaradme culpable!, donde entre otras cosas demostró que el armario empotrado de Vin Diesel era capaz de interpretar. Y ahora nos ofrece Antes que el diablo sepa que has muerto, una de las películas del año.

 

            Lumet debe sentirse cómodo en el actual momento del cine americano, puesto que los filmes policiales setenteros, a los que él contribuyó decisivamente, están de moda y son referencia de excelentes películas (Adiós, pequeña, adiós, La noche es nuestra) y otras más fallidas (Dueños de la calle), con lo que sus viejos postulados están de moda. Antes que el diablo sepa que has muerto forma parte de las películas criminales que ofrecen una de sus variantes más sugestivas, como es la línea abierta por Billy Wilder en la magistral Perdición: gente corriente que se mete a asesinos impelidos por las circunstancias, en un negocio que les supera. Lo bueno es que Lumet, con este planteamiento, hace una desoladora crónica familiar. La historia habla de dos hermanos que ante sus problemas económicos deciden asaltar la joyería de sus padres, aunque las cosas no salen como quieren. Es un film bastante amargo. En la película, nadie se quiere y todos se traicionan de alguna manera. Los hijos que rompen el lazo sagrado paterno-filial, pero también el padre que acaba saltándoselo, la esposa infiel, los hermanos que no se ven nunca, etc. Es sintomático que el cerebro del atraco sea un ejecutivo de la contabilidad. Y que la única persona con la que pueda confesarse sea su camello, aunque este se limite a cobrar la pasta.

 

            Y hay también una crítica a la competitividad americana que sólo genera heridas y reproches. Quién sabe si este drama se incubó en una infancia presionada. Y queda claro que la violencia genera violencia, en una espiral inacabable. Los resentimientos familiares estallan y salpican a todos. Lumet cuenta este contundente drama de forma magistral. El narrarlo con una estructura discontinua no es una concesión a la modernidad, sino un calidoscopio estimulante. Y el veterano cineasta tiene la sobriedad de los grandes maestros. Cuenta lo que debe sin un plano de más y sin un plano de menos, sin alardes y sin concesiones. Soy consciente de que esta es la semana de la decepcionante cuarta entrega de Indiana Jones, pero si quieren ver cine con mayúsculas vayan a ver Antes que el diablo sepa que has muerto.


En busca del tiempo perdido

mayo 24, 2008

Confieso mis reticencias ante la resurrección del arqueólogo más famoso de la Historia del Cine. Su vuelta me recordaba a estos grupos ochenteros que metiendo barriga y tapándose las calvas sacan un nuevo disco y dan una nueva gira, intentando embelesar a un público igual de adiposo que ellos. O más, puesto que los espectadores no tienen dinero para liftings. Estas operaciones son tristes, puesto que lo que se intenta en realidad no es recuperar una música, sino el espíritu de los 20 años de edad perdidos en ese mar de decepciones llamado vida.

 

            Debo seguir confesando, amparado en la nostalgia que despierta el regreso del látigo del Doctor Jones. Yo no vi En busca del arca perdida en su estreno de 1981, sino en su reestreno de 1983, antes que el vídeo/DVD y la voracidad televisiva acabara con esa maravillosa práctica de las reposiciones en salas. Para aquel adolescente ya cuasijoven que se estaba empezando a aficionar al cine más allá de lo razonable fue un shock. Nunca se lo había pasado tan bien en una sala y nunca, hasta la fecha, volvería a sentir esa emoción tan pura ante una película. De hecho, en las dos semanas que duró en cartel la reposición la vio tres veces más. Con estos antecedentes de hace un cuarto de siglo, creo comprensible mis reticencias. Volver a ver a un avejentado Indiana Jones sería la constatación no de que seguimos siendo jóvenes, sino de que ya somos viejos.

 

            Y dejo ya de confesar, pues supongo que si ustedes están leyendo esto no es para ver como el abajo firmante usa sus privilegios de blogmaster, sino para ver si veinte años de espera han merecido la pena. Y la respuesta es que no. Esta cuarta entrega llega tarde. Tal vez cuando se empezó a hablar de ella en 1994 hubiese tenido sentido, pero no ahora. Spielberg dijo claramente en Cannes el otro día que él ya está haciendo otro tipo de cine. También ha envejecido como cineasta, pero para bien. En busca del arca perdida es un film que se hace con 34 años, no con 62. Cuando el maestro de Cincinatti viene de una obra maestra tan oscura como Munich se comprende que no tenga ganas de meterse en una montaña rusa otra vez.

 

            Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal es un film cansado. No por Harrison Ford, que sigue siendo bajo sus canas gallardo y calavera (sin pretenderlo me ha salido un chiste fácil), sino por que no tiene ya el jocoso espíritu que hicieron de los otros filmes un espectáculo inolvidable. Se nota el triunfo del oficio de Spielberg, que es mucho, sobre su inspiración. No hay tantas escenas de acción y las que hay están rodadas con un espíritu mecánico, sin la capacidad de hacer exclamar en los clímax a toda una platea como en las otras entregas de la saga. Pero no se diferencia en nada de los modernos filmes de acción disparatada a los que irónicamente el Doctor Jones abrió camino en los 80. Y no deja de ser sorprendente que esta cuarta entrega, que se aleja voluntariamente del mundo de los seriales que era marca de fábrica, tenga algunas escenas bastante poco cuidadas. Incluso un golpe que por primera vez, a pesar de la voluntaria suspensión de la incredulidad que hacemos ante las andanzas de Indy, nos hace soltar un “¡Venga ya!”. Hasta el humor se abre paso con dificultad.

 

            Y el caso es que la película fracasa como una de Indiana Jones, pero el espectador atento encontrará algunas claves interesantes. Como la de que  Spielberg, por ejemplo, se encuentra más cómodo a estas alturas con las escenas de diálogo que en las de acción. Es sintomático que la mejor secuencia del film sea la primera, que enlaza con En busca del arca perdida de forma ingeniosísima. Un choque de Indy con la villana de la ficción, una estupenda Cate Blanchett, más psicológico que de tiros. A partir de ahí, un catálogo de escenas que parece sacado del fondo del armario de los recursos de la saga. Todo lo que se espera de ella pero capidisminuido. Incluso hay un duelo a estoque que parece sacado de otra exitosa serie, Piratas del Caribe. Dejaremos el tono patriotero del film y su deriva argumental hacía el mundo de Iker Jiménez como en la nefasta 10.000 para otra ocasión.

 

            Y si hay una prueba es que esto ya no es lo que era la da la aparición del personaje de Marion Ravenwood, la chica de En busca del arca perdida. En sus escenas de auténtica comedia con Harrison Ford se recupera el espíritu perdido, pero esto hace que el contexto de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal sea más triste. El film es pues la constatación de que Steven Spielberg ha cerrado definitivamente en su carrera el período de barraca de feria. Es un cineasta tan irregular como fascinante, pero uno intuye que en el futuro habrá más Munich que arqueólogos en su obra. Y un último apunte que puede ser significativo del descuido con el que se ha afrontado esta entrega. La acción transcurre en 1957 pero se habla de Stalin como si estuviera vivo, cuando llevaba cuatro años en una de esas tumbas a la que tanto gusta visitar el Doctor Jones.


Chocolate empalagoso

mayo 18, 2008

Un poco de chocolate no hace justicia a su nombre, pues es mucho el dulce que da al espectador. Es un film donde los buenos sentimientos acaban empalagando. Habla del pintoresco grupo que acaban formando una panda de desclasados: dos hermanos ancianos, uno de ellos con alzeihmer, y dos jóvenes, un okupa que se mete en la casa de los anteriores y una auxiliar de clínica que anda enamorado del chico aunque no se atreve a decírselo.

 El film tiene muchos problemas, pero el más grave de ellos es que está construido en torno a su protagonista masculino, Héctor Alterio. Él lo focaliza todo y vemos la historia a través de sus enfermos ojos. El alzeihmer le lleva  a un cóctel indigesto donde mezcla la realidad y la ficción, sus deseos y sus recuerdos, un mundo a su medida, tierno y amable. Esta preponderancia del gran actor argentino daña la estructura, pues los demás actores de la cinta –la no menos grande Julieta Serrano, Daniel Brühl y Bárbara Goenaga- son meros sparrings de Alterio. Su labor prácticamente se limita a sentarse junto a él y escuchar sus monólogos. Y no es que el protagonista lo haga mal, pues da una interpretación a su nivel, pero es cansino y erróneo.

 

            Además, la narración es espesa y se queda sin nada que contar a la media hora de película. Resulta increíble que la chica encarnada por Goenaga se porte como una quinceañera en su enamoramiento de Brühl, así como la limpieza de su relación, que parece digna de Verano azul. Definitivamente, Un poco de chocolate no va a complicarse mucho con las oscuridades de la vida. A esto se añade una dirección tosca y tenemos la definitiva constatación de que el cine es como la vida: un empedrado de buenas intenciones no hacen una buena película necesariamente.

 


La justicia no consuela

mayo 17, 2008

En tiempos más ideologizados para la crítica, Sentencia de muerte hubiese sido despachado como un film fascista sin más contemplaciones, teniendo en cuenta además sus antecedentes al estar basada en una novela de Brian Garfield. Este autor fue el que inspiró con sus obras la célebre serie cinematográfica del justiciero Charles Kersey, encarnado por el fetiche de este tipo de filmes, Charles Bronson. Su trama también parece inequívoca, pues habla de un padre de familia que se venga de la banda de delincuentes que mató a su hijo adolescente en un absurdo ritual de iniciación. Pero en estos confusos tiempos posmodernos, donde no se sabe donde está el bien y donde está el mal, Sentencia de muerte, vaya por Dios, no es una película tan fácil de despachar.

 

            Es injusta compararla con el modelo Bronson, pues los filmes de Kersey eran maniqueos. El justiciero tenía toda la razón del mundo y  nunca erraba en su criterio de quién merecía una balazo. Por el contrario, esta película de James Wan, el que rodó la primera, mejor y más malsana película de la serie Saw, es muy ambigua. Cierto que los asesinos son unos descerebrados, pero la tesis acaba siendo de que es mejor una mala ley que la justicia por su mano. El padre que encarna Kevin Bacon, ante la presumible poca condena que la va a caer al asesino de su hijo, prefiere no declarar en su contra y buscarle personalmente para matarle. Pero no encontrará la paz con esto, sino que será el principio de una espiral de violencia incontrolable. La decisión del justiciero sólo le traerá más daño y dolor y claramente la voz de la inspectora de Policía es la de la razón al condenar la justicia por la propia mano. Incluso el padre pierde su condición burguesa y acaba pareciéndose demasiado a aquellos que los persigue.

 

            Pero hay más sorpresas, como la figura de John Goodman, este gran actor que por cierto es lo mejor de la chorrada de la que les hablaba el otro día, Speed Racer. Parece un secundario, pero luego juega un papel crucial y lleva a la película a su verdadero mensaje: el que la violencia sólo sirve para desestructurar familias. Todo esto se une a una dirección más que competente en las escenas de acción y al clima malsano que se está apoderando de la cinta, con un final ambiguo y con un desenlace en estas ruinas postindutriales que tan bien manejó Wan en Saw. Tras Sentencia de muerte queda claro que a este treintañero director hay que seguirle la pista del todo.

 


Completando filmografías

mayo 16, 2008

Hace unos meses les hablé en este blog de Last Days, la última obra de Gust Van Sant, presentada en el ciclo Campus Cinema Alcances, que en la ciudad de Cádiz ofrece todas las semanas durante el curso académico películas en versión original subtitulada. Pues ahora el programa ha recuperado la primera película del director de Kentucky, Mala noche. Van Sant la rodó en 1985 con unos escasos 25.000 dólares que sacó de su trabajo en una agencia de publicidad. En los años de la eclosión del cine independiente americano –el verdadero, no el de ahora hecho por jóvenes ambiciosos que dan el salto a la industria a la primera oportunidad- esta ópera prima puso su granito de arena al movimiento. Se filmó en 16mm. y un nada glorioso blanco y negro, con una panda de ilustres desconocidos como actores de los que poco o nada más se supo.

 

            Mala noche estuvo en el cajón hasta que Van Sant decidió añadir un eslabón más a su desconcertante carrera, que lo ha llevado desde entrar en los grandes estudios a la marginalidad más exclusiva, recuperándola. Remasterizó la cinta y la presentó en Cannes hace un par de años. Lo que se puede decir de ella es que es una ópera prima en el peor sentido del término. Mucha experimentación y pocos resultados. El cineasta ofrece un catálogo de recursos, tanto de planificación como de montaje, en el que se adivina al niño probando su juguete nuevo. Eso si, su trama de chaperos e inmigrantes ilegales prefigura la de alguno de sus mejores filmes. Con lo que el interés de recuperar Mala noche es para estudiosos y cinéfilos, con objeto de completar filmografías. Los pocos que viesen esta película en su momento no se imaginarían que Gus Van Sant acabaría haciendo obras maestras de la sequedad como Elephant. Pero tampoco proyectos tan insensatos como el remake de Psicosis.


Violencia en la pista

mayo 16, 2008

Si algún día se hace una lista de las películas más chorras jamás filmadas, Speed Racer deberá figurar en ella con letras de oro. Fíjense, no digo mala, buena, ni regular, sino chorra. Pretender colocar como el summum de la modernidad esta absurda obra de animación encubierta es un disparate.

 

            Speed Racer parte de un cómic manga japonés que en los años 60 tuvo una serie de dibus conocidos en España como Meteoro. Se nos dice que este proyecto estuvo dando vueltas durante quince años por los estudios de Hollywood y que tela de gente, actores y directores, algunos de ellos inverosímiles, estuvieron detrás. Viendo el resultado, uno se pregunta que demonios les encandiló para interesarse tanto. El que hayan sido los hermanos Wachoswski, los antaño profetas del ciberpunk cinematográfico en la saga Matrix los que se hayan llevado el gato al agua, añade más desconcierto al asunto, junto con el enfoque que le han dado.

 

            Y es que tras escribir el magnético guión de V de Vendetta, los hermanos nos han colocado una comedieta familiar, con unos presupuestos dignos de la peor Disney y filmadas con un estilo que intenta ser naif y acaba siendo ridículo. Ni siquiera nos libramos por las escenas de carreras, pésimamente rodadas –o mejor dicho, recreadas en un ordenata- con una confusión que nos impide saber en cada momento que diablos está pasando. ¿Dónde esta la limpieza fílmica de los saltos y tiroteos de la trilogía de Neo?.

 

            Además, si algún responsable de la Dirección General de Tráfico ve Speed Racer y se le ponen los pelos como escarpias está en su derecho. Alcancero intenta no ser moralista en sus juicios cinematográficos, pero esta vez hará una excepción. Le parece escandaloso que este film haga apología de la violencia circulatoria. Que a todo el mundo le parezca tan guay en la película poner coches a 800 por hora (sic) y que sean legítimas todo tipo de artimañas para ganar, aún saltándose el código de circulación, es inmoral. Sobre todo cuando hay un repelente niño en la trama, cuyo nombre he olvidado, obnubilado con todo lo que ve, como se supone han de hacer los jóvenes espectadores de la película. Que le quiten los puntos pero ya a los Wachoswski.


¿Réquiem por un actor?

mayo 16, 2008

En un reciente artículo de El País se hablaba de la crisis en las carreras de Robert De Niro y Al Pacino. Incontestables divos en las décadas de los 70 y 80, hace tiempo que no dan pie con bola en sus trabajos. Las nuevas hornadas de actores ya no los toman como modelo a imitar. Esto puede deberse a varios factores. El Actor’s Studio no está de moda, los dos astros –que han vuelto a rodar un film juntos donde comparten plano de verdad después de la tomadura de pelo de Heat– tienen ya una edad y ya no hay películas como las que le dieron lustre.

 

            Pero viendo 88 minutos uno se pregunta si no se están equivocando de lado a lado, fuera aparte de teorías explicativas externas. A sus 68 años Pacino se empecina en interpretar a un personaje a todas luces mucho más joven que él. Tanto lifting y tanto Grecian 2000 (o su equivalente americano) resultan grotescos, como evidencian las escenas de acción, en las que el sempiterno Michael Corleone no puede ni con su alma. Tal vez si este thriller de muy cortos vuelos lo protagonizase un actor habitual del género, caso de Bruce Willis, sería más creíble. Pero la presencia de Al Pacino va en su contra. Uno se pasa el metraje de la cinta preguntándose que demonios pinta un actor de su trayectoria en un batiburrillo tal.

 

            Y es que 88 minutos es el típico thriller que tanto abunda hoy en día. Presuntamente sofisticado, lleno de trampas y de sorpresas que no lo son tanto, y con bastantes huecos en su trama. Sólo fíjense en ese taxista que aparece y desaparece a voluntad de los guionistas. En fin, el mejor homenaje a Al Pacino, que habrá echado de menos a su viejo compadre Sydney Lumet en esta peripecia, es correr un tupido velo.


Todos somos empleados

mayo 13, 2008

En un visionado superficial, Casual Day puede verse como una hija bastarda de Smoking Room. También hay una crítica a los usos y costumbres de las grandes empresas actuales a través de la relación de dominación entre sus empleados, pero el debut de Max Lemcke en la dirección llega más allá que la algo sobrevalorada película de Roger Gual y Julio Wallowits. Y eso que la primera escena hace temer que la inspiración de Smoking Room sea más que admiración. Afortunadamente, el film que nos ocupa encuentra pronto su propio rumbo.

 

            El Casual Day es una de estas prácticas que se han copiado de Estados Unidos, como el neoliberalismo y otras joyas del moderno orden mundial. Consiste en que los empleados de una empresa se vayan juntos al campo, dejando las corbatas en casa y conviviendo o fingiendo convivir. Uno cree que antes de esta moda ya en España teníamos los partiditos de fútbol los sábados y ese invento genial de las relaciones sociales que son las comidas de Navidad, pero no soy nadie para enfrentarme a la modernidad. La película habla de uno de estos Casual Day. En realidad resulta ser una trampa. Se aprovecha para hacer pruebas psicológicas a cargo de un profesional de los recursos humanos (encarnado por Alberto  San Juan) en las que se adivina el truco, como cuando consigue que uno de los empleados confiese que su bajo rendimiento laboral deriva de sus problemas matrimoniales.

 

            En realidad, el día contra el stress y por el buen rollito va dejando claro que las clases quedan patentes. Las diferencias son explotadas, como la planta que ocupa cada uno en el edificio, o la rabia de uno de los empleados cuando se queda fuera del reparto de un oso con su madroño. Hay un jefe –Juan Diego, que se está especializando en estos papeles- que no descansa y aprovecha el Casual Day para hacer alguna de las suyas, mezclando el paternalismo de los viejos lobos de empresa con los despiadados métodos actuales. La partida de Paintball que más que unir encona a los unos con los otros. Y, sobre todo, la historia que une a todas las demás: la del novio de la hija del jefe, una metáfora del empleo moderno. A pesar de no gustarle nada todo lo que ve, no tiene más remedio que ir tragando, incluso a través de un magnífico final donde queda claro que lo que importa es mantener el sistema. En el fondo, muchos somos como este chico. Con lo que se demuestra que este día no tiene nada de casual, sino que sirve para fortalecer los lazos, no emocionales, pero sí sociales.

 

            Lo curioso es que esta magnífica película no concursara en el pasado Festival de Málaga, como todas las españolas que se estrenan estos meses primaverales. A lo mejor es que es buena.


La mirada del extraño

mayo 13, 2008

Wayne Wang saltó al Olimpo hace más de diez años cuando con la ayuda de Paul Auster filmó el delicioso díptico formado por Smoke y Blue in the Face. Pero la gran promesa que se adivinaban en estos filmes no se cumplió. Wang empezó una errática y fracasada carrera, que salvando La caja china incluye comedias con Queen Latifah y películas familiares con perro. Pero cuando el cineasta hongkonés afincado en Estados Unidos parecía definitivamente condenado al baúl de los juguetes rotos ha resurgido de sus cenizas con la magnífica Mil años de oración, ganadora del último Festival de San Sebastián. El hecho de que Auster fuese presidente del jurado no invalida los valores del film.

             Muy breve –no llega a la hora y media-, la película desarrolla con intensidad un buen catálogo de sensaciones. El origen de la historia es un ingeniero espacial chino que se traslada a Estados Unidos para estar con su hija, que acaba de pasar por un traumático divorcio. Entre ellos no hay sintonía. Aunque es la viga maestra de la trama, no es lo fundamental del film. Este tema se resuelve en una emblemática escena de conversación catártica. Lo más importante es que Wang ha hecho su “película americana”, en el sentido de hacer una cruel radiografía del país que lo ha acogido. La “mirada del extraño” del chino recién llegado al país del dólar es la que tuvo que poseer el director en su momento. Desfilan extraños paisajes urbanos, carreteras y viaductos, pero lo mejor es su fauna humana. Un país de emigrantes destinados a no entenderse entre ellos, chiflados porteros presuntos agentes de la CIA, un inquietante tendero con tácticas agresivas de venta, seguratas obsesionados con la seguridad que inunda el país tras el 11-S, rubias celulíticas en piscinas, etc. El inocentón ingeniero chino, perdido en USA, es el guía que nos lleva por un país roto por la incomunicación y sus taras. Es significativo que su hija hable más con su esporádico amante ruso que con su padre.

 

            El mensaje en realidad es demoledor, pero nadie lo diría viendo el elegante, minimalista y sensible estilo de Wang, que prefiere los sentimientos y el humor sutil al drama y al sarcasmo. Un hermosa película protagonizada por un grupo de magníficos desconocidos encabezados por un soberbio Henry O.

 


Kaurismaki en el Kibbutz

mayo 11, 2008

El film israelí La banda nos visita muestra algo que bien mirado agita una pesadilla en el inconsciente de los ciudadanos del país hebreo. No debe ser muy agradable ver a un montón de egipcios de uniforme, aunque sean una inofensiva banda de la policía, dar vueltas por los desiertos de Israel. La película, ópera prima de Eran Kolirin, ofrece este punto de arranque para su historia. Eso le ha valido premios internacionales y el comentario de que aboga por el diálogo entre judíos y árabes. Pero visto el film, esta lectura es muy limitada.

             Kolirin demuestra se un aplicado discípulo del genio finlandés Aki Kaurismaki, trasladando su marciano estilo del frío Báltico al luminoso Oriente Medio. Sus personajes son tullidos emocionales y un corrosivo humor recorre la cinta, ambientada en un desolado pueblo que deja en muy mal lugar la política estética de los Kibbutz . Esta influencia está más clara en escenas impagables como la del baile con patines. Incluso es imposible no pensar en los Leningrad Cowboys, el grupo que se sacó de la manga Kaurismaki para alguno de sus filmes y ha obtenido vida propia, y sus delirantes itinerarios. En circunstancias normales, se podría pensar que como en el finlandés, hay un negro cuadro de relaciones humanas. Pero el cineasta israelí lo lleva a un terreno más político, ya que la posibilidad de diálogo entre dos etnias, dos religiones, y dos pueblos enfrentados es inútil.

 

            Puede que haya generosidad en los habitantes del pueblo que acogen a la banda egipcia, pero eso no lleva a una comunión. Hay que agradecer a Kolirin que evite el fácil humanismo y nos ofrezca escepticismo envuelto en un frío humor. Al final la visita de los músicos será un acto protocolario, como demuestra el concierto final. Han venido a lo que han venido, a vender la idea de la amistad entre pueblos que no se materializa. Y es que parece que las nuevas generaciones criadas en medio del conflicto árabe-israelí no le ven mucha salida al tema.