Si ayer les hablaba de una secuela que iba en contra de la película madre, hoy hay algo más extraño. Un remake americano de una película austriaca que no se pudo ver en Estados Unidos en su momento por su crudeza, hecho por su mismo director y calcando plano a plano el original. Es de suponer que el veterano Michael Haneke, responsable de algunas de las películas más frías y sórdidas sobre nuestra sociedad rodadas en los últimos tiempos –junto con Von Trier es el gran sociópata del cine contemporáneo-,no querrá una carrera americana a estas alturas de la vida. Será consciente de que su estilo es de difícil encaje en USA. Pero parte de este experimento tal vez tenga que ver con Naomi Watts, la protagonista, que una vez más demuestra que no le hace ascos al cine más arriesgado. Ella es la productora ejecutiva de la cinta. Es de suponer que habrá tenido que hacer valer su estrellato para sacar adelante el proyecto.
Haneke quería que Funny Games, una película nada divertida a pesar del título, se viese en el país de la violencia. La primera versión es de hace once años y era un aldabonazo. Frente a tanta banalización de la crueldad que nos rodea, ofrecía una situación descarnada y nos dábamos cuenta que era terrible. Una familia burguesa era secuestrada en su casa de verano por dos jóvenes psicópatas y sometidos a humillaciones sin cuento. En pocas películas se veían tan claras las consecuencias morales y físicas de una violencia desatada. Además, era un perverso juego que se dirigía al espectador como receptor de esa crudeza, apelando nuestra morbosa responsabilidad. Veíamos que lo que le pasaba a la familia era terrible, pero queríamos saber más. De una forma hitchcockiana se nos ocultaban las muertes y los ataques, que ocurrían fuera de campo, haciéndonos desear quien había sido la víctima. La tensión que lograba el film era insoportable.
Por desgracia, todo esto sigue vigente once años después y la película no ha perdido actualidad. Lo que ocurre es que una película no se puede fotocopiar como si fuese un cuadro. Más bien es como el teatro. Por mucho que sea el mismo director y el mismo texto, ha tenido que usar otra compañía. Como se ve en el youtube anexo, el decorado americano es más aséptico. Además, esta segunda versión pierde la tensión del original. Algo se escapa por algún sitio. No es fácil repetir un clima tan logrado dos veces.Los dos psicópatas americanos, Michael Pitt y Brady Corbett, son más angelicales que sus precedentes austriacos, y por tanto más inquietantes. Sus ropitas blancas y sus guantes los convierten en maestros de ceremonias y abstracciones del terror. La sospecha más que fundada de que están exterminando a la urbanización donde transcurre la acción se abre paso en nuestras mentes. Son ese mal absoluto que puede caer en nuestros confortables refugios vitales y para el que no estamos preparados. Nuestra sociedad margina la violencia, pero sabe contenerla cuando no llega. No obstante, se echa de menos al psicópata encarnado por Arno Frisch en el primer film, con su cruel socarronería.
Y poco más. Naomi Watts y Tim Roth están excelentes –el actor británico se redime de su pobre papel de El increíble Hulk– y los que no hayan visto la primera versión podrán asombrarse como los que vimos el Funny Games original hace once años. Los que no tengan miedo a los spoilers pueden ver el youtube adjunto y hacer un ejercicio de literatura comparada.