Completando filmografías

mayo 16, 2008

Hace unos meses les hablé en este blog de Last Days, la última obra de Gust Van Sant, presentada en el ciclo Campus Cinema Alcances, que en la ciudad de Cádiz ofrece todas las semanas durante el curso académico películas en versión original subtitulada. Pues ahora el programa ha recuperado la primera película del director de Kentucky, Mala noche. Van Sant la rodó en 1985 con unos escasos 25.000 dólares que sacó de su trabajo en una agencia de publicidad. En los años de la eclosión del cine independiente americano –el verdadero, no el de ahora hecho por jóvenes ambiciosos que dan el salto a la industria a la primera oportunidad- esta ópera prima puso su granito de arena al movimiento. Se filmó en 16mm. y un nada glorioso blanco y negro, con una panda de ilustres desconocidos como actores de los que poco o nada más se supo.

 

            Mala noche estuvo en el cajón hasta que Van Sant decidió añadir un eslabón más a su desconcertante carrera, que lo ha llevado desde entrar en los grandes estudios a la marginalidad más exclusiva, recuperándola. Remasterizó la cinta y la presentó en Cannes hace un par de años. Lo que se puede decir de ella es que es una ópera prima en el peor sentido del término. Mucha experimentación y pocos resultados. El cineasta ofrece un catálogo de recursos, tanto de planificación como de montaje, en el que se adivina al niño probando su juguete nuevo. Eso si, su trama de chaperos e inmigrantes ilegales prefigura la de alguno de sus mejores filmes. Con lo que el interés de recuperar Mala noche es para estudiosos y cinéfilos, con objeto de completar filmografías. Los pocos que viesen esta película en su momento no se imaginarían que Gus Van Sant acabaría haciendo obras maestras de la sequedad como Elephant. Pero tampoco proyectos tan insensatos como el remake de Psicosis.


El mundo de Alicia al revés

abril 25, 2008

A pesar de todo, Terry Gilliam no debe olvidar su etapa en el legendario grupo Monty Python. En una de las escenas de Tideland, estrenada después de su fallido intento de reconciliarse con una industria que nunca le ha querido en El secreto de los hermanos Grimm pero rodada antes (o mejor durante, ya que como es habitual en Gilliam su film sobre los célebres folkloristas hubo una interrupción que aprovechó), sale un disco con el inquietante epígrafe Monty Python. Se halla literalmente en una esquina de un plano y hay que fijarse para verlo. A lo mejor, el cineasta no deja de añorar esos felices tiempos, donde hacía inimitables animaciones y colaboraba en alguno de los guiones más delirantes que jamás se han escrito. Con una carrera cinematográfica escabrosa, llena de incidentes y con aciertos y fracasos equivalentes, no es extraño que recuerde aquellos maravillosos años.

 

            Tideland no va a reverdecer sus laureles precisamente. Es una historia que levantó polémicas en su presentación en San Sebastián, donde más bien de una forma inverosímil ganó el Premio de la Critica. El ver a una niña  preparando picos a sus drogadictos padres y sobre todo seduciendo sexualmente, tal y como está el tema de la pederastia, fue demasiado para muchos estómagos. Pero este escándalo no es para tanto visto el film. Son peores para su visionado otros errores. Es peligroso hacer una película donde todos los que salen son unos tarados o directamente unos psicópatas. Gilliam no trasciende esta antipatía y no sublima con la poesía de lo frikie ni con el humor negro. La insoportable Jeliza-Rose, encarnada por Jodelle Ferland, tiene demasiado metraje con sus jueguecitos con las cabezas de sus muñecas, que no aporta nada nuevo. Y hay excesiva histeria en las actuaciones y muchos planos deformados, como sustituto fácil de una historia no tan deforme como parece. Definitivamente, estos marginados de la vida no inspiran nuestra simpatía. Y eso que la estrategia era bastante interesante, ya que se trataba de hacer una inversión de la historia de Alicia. La niña protagonista, que por algo lee el libro de Carroll, llega a un peculiar país de las maravillas, donde todo es terrible, sus personajes son peligrosos sin saberlo a veces y Jeliza-Rose no es una inocente que se diga. Pero este planteamiento no se lleva bien a cabo.

 

            Gilliam ha demostrado en otros films de su obra, como Brazil, tener una atractiva poética de lo grotesco, pero con los mimbres de Tideland era difícil y no lo consigue. Pero el ex Monty Python es como Curro Romero, cuando se le da por muerto resucita. Confiemos en que aún le quedé fuelle para sorprendernos en el futuro.


El eterno femenino

febrero 2, 2008

En la ciudad de Sylvia, más que una película intimista, es una abstracción sobre el eterno femenino. No hay apenas trama argumental, sólo la mirada del protagonista, un joven que amó a una mujer en Estrasburgo y vuelve seis años después a ver si la reencuentra. Este Alcancero no recuerda quien dijo la siguiente frase, pero es muy apropiada para el film. Amamos a una mujer, pero la buscamos en todas. Más allá del romanticismo, la película es una sugerente muestra de algo que podía ser patológico y se convierte en una penetrante visión del amor. El protagonista se pasa la primera parte de este film aparentemente moroso pero lleno de fuego interior como le pasa a él mirando chicas desde la mesa de un velador. Se halla buscando la belleza en abstracto en todas las mujeres que ve, sin caer en el deseo. Es una búsqueda espiritual. Hasta que cree hallar a su viejo amor en una paseante a la que empieza a seguir. Tras muchas vueltas y revueltas, la aborda y descubre que no es ella. Una caída en la depresión noctámbula y vuelta a empezar.

            En el fondo En la ciudad de Sylvia es una película sobre las dificultades del amor. Todos somos como este francesito (encarnado por Xavier Lafitte) que buscamos a nuestra media naranja en los sitios más insospechados. Fantaseamos con las personas que vemos atrayéndonos su belleza, su risa, su encanto, pensando que tal vez ahí esté nuestro/a compañero/a, aunque no nos acerquemos a la postre ni a decir hola. Tal vez otra voz interior nos diga que mejor dejarlo en el terreno amorfo de la imaginación, sin romper el encanto. De esto, de la levedad de las sensaciones nos habla la película de José Luis Guerín, más arriesgada y fructífera que su algo sobrevalorada En construcción. Y es que todos hemos seguido por las calles de nuestra vida eso tan etéreo llamado amor y podemos entender la peripecia del protagonista.


Neoliberalismo aéreo

enero 21, 2008

Whisky Romeo Zulú es un film argentino que ha sido un éxito en su país. Se centra en el accidente que sufrió un 737 de la compañía LAPA (Líneas Aéreas Privadas Argentinas) el 31 de agosto de 1999. A pesar de las presiones empresariales y militares, pues la Fuerza Aérea tiene competencias sobre la aviación civil en el país del Río de la Plata, un fiscal investigó el hecho. Resulta que para la compañía lo de “privada” era más que una marca comercial, una declaración de intenciones neocon. La empresa ahorraba dinerito en seguridad y tenía los aparatos hechos una ruina, saltándose todos los protocolos para tener los aviones a punto. De alguna manera, la película se une así a ese cine argentino de denuncia de la clase empresarial que ha saqueado el país, y una advertencia para como el neoliberalismo está sin freno en sectores incluso tan sensibles como el transporte aéreo.

            Lo curioso es que el film es autobiográfico. Enrique Piñeyro, fue piloto de esa compañía antes de meterse en el cine. Dos meses antes de la catástrofe del 737 la dejó harto de que sus denuncias cayesen en saco roto. Así, el polifacético cineasta cuenta sus aventuras enfrentándose a los de LAPA. El film empieza titubeante, sobre todo por una historieta amorosa que no viene al caso y es totalmente prescindible. Pero a medida que avanza el metraje se afianza y se muestra la requisitoria contra el capitalismo salvaje con todos sus trucos. Romper la cohesión sindical, dividir a los trabajadores, etc. Aunque lo más deprimente tal vez sea ver como un gremio como los pilotos de aviación están dispuestos a coquetear con el suicidio ofertado por una empresa cicatera con tal de salvar sus puestos de trabajo. Sólo espero que no cometan el error de este Alcancero, que vio esta película de catástrofes aéreas en vísperas de un viaje a Finlandia que empieza mañana. Aprovechó para despedirme, no se si podré ver este blog desde algún ordenador en el lejano norte. A mi vuelta les cuento.


Días sin huella

diciembre 22, 2007

Gus Van Sant ha sabido desconcertar. De ser uno de los popes del movimiento independiente americano se pasó al cine Mainstream de los grandes estudios incluyendo paseos por los Oscars. No tuvo que ser fácil. De rodar títulos como Drugstore Cowboy y Mi Idaho privado a filmar El indomable Will Hunting (que tuvo el daño colateral de hacer creerse al bueno de Robin Williams que podía ser un actor dramático. Aún está recuperándose) y Descubriendo a Forrester, va un mundo. Pero fue el disparate de revisar Psicosis lo que hizo temer que Van Sant se había perdido para siempre, aunque su periplo por los grandes estudios tuvo un momento interesante en Todo por un sueño. Pero hete aquí que el cineasta dio otro bandazo y volvió a sus orígenes pero de una forma más radical que antes. Magnífico para festivales y veneno para la taquilla. Sin embargo, Van Sant pudo ser el originador de convertir el movimiento indie en una plataforma para que jóvenes ambiciosos se diesen a conocer para poder pasarse con armas y bagajes a los grandes estudios.

            Nuestro director cierra con Last Days una trilogía que ha denominado “de la muerte”. Son películas basadas en hechos reales, filmadas con austeridad, jugando con el tiempo de la narración y donde aparentemente no pasa nada en pantalla, lo que justifica el sombrío mundo de sus protagonistas. El vacío vital es el verdadero mensaje de estas cintas. Last Days tuvo como antecesoras a Gerry y la soberbia Elephant, sobre la matanza del instituto Columbine. En el film que culmina la trilogía se habla del suicidio de Kurt Cobain, el líder de Nirvana, pero en clave. Los nombres han sido cambiados por el miedo que hubo a demandas por parte de la viuda del músico, la polémica Courtney Love, pero lo que se cuenta es inequívoco. Gus Van Sant casi lo plantea como una película de terror. El destartalado caserón donde pasa sus últimos días el protagonista parece en su lobreguez el castillo de Drácula. El tiempo se pasa de una forma muy poco creativa, como un reverso tenebroso del nihilismo que predicaba Cobain. El cantante, llamado aquí Blake, como el poeta, está tan aislado moral como físicamente en la tétrica casa. Nadie parece entenderle. Los que le rodean son unos buitres que quieren triscar de su fama. Hay un momento magnífico en la cinta, cuando se sacude la modorra y canta con pasión un tema. Ahí vemos a un hombre talentoso y descubrimos lo que arde bajo su abandono vital. La pregunta es si le merece la pena expresarlo ante la mezquindad que le rodea.

             Van Sant narra todo esto con austeridad y con una engañosa planificación que hace creer que la acción no avanza, cuando más que una película narrativa, Last Days es descriptiva de un estado de ánimo que lleva al suicidio. A destacar el gran trabajo de Michael Pitt, al que el próximo estreno de Seda, según la novela de Baricco, puede lanzar al estrellato definitivo. Que tiemble su hermano mayor, Brad.