En su momento, Jonathan Demme pareció abrir una tercera vía en el cine americano. Eso fue en los simpáticos 80, cuando sus filmes, junto con los de otros compañeros de generación hoy desaparecidos en combate –como Jim McBride, ¿se acuerda alguien de él?-, mezclaban comercialidad con un cierto espíritu indie. A Demme le cayó un regalo que seguramente le mantuvo vivo más tiempo del que le correspondía en el mundo de Hollywood, como fue El silencio de los corderos. Una de estas películas donde la flauta suena por casualidad, pues el director no volvió a encontrar la tecla. Tras coquetear con el Oscar de nuevo en Filadelfia su carrera se hundió en títulos que cada vez tenían menos repercusión, incluyendo despropósitos como La verdad sobre Charlie, un insensato remake de la gran Charada.
Viendo La boda de Rachel, que le ha valido a Anne Hathaway una más bien inverosímil candidatura al Oscar –por ahora, Kate Winslet puede dormir tranquila-, se ve que la respuesta de Demme ha sido intentar actualizarse en lo que ha resultado ser una trampa para elefantes. El cineasta juega ahora a ser “moderno” y a estar a la última, aunque la apuesta resulte ser bastante débil. Se le nota demasiado que es un intento de coger un último tren profesional y no le sale un film sincero, sino impostado. Para entendernos, ha intentado realizar una película Dogma, al estilo de las que han popularizado en Europa el alucinado –y a veces alucinante- Lars Von Trier. Pero Demme llega tarde, pues hasta el padre del movimiento lo traiciona cuando le conviene.
En La boda de Rachel están todos los rasgos del Dogma. Cámara en mano, fotografía pretendidamente descuidada, saltos en el montaje, intento de los actores de ser y no parecer, etc. De hecho podría verse como una versión de las cumbres del movimiento danés, como es Celebración de Thomas Vinterberg, con su fiesta en la que estallan las tensiones larvadas largo tiempo en una familia. Demme demuestra ser un aplicado clon de los chicos de Lars, pero si ven la película hagan un experimento: imaginen la historia narrada rodada de forma convencional y se darán cuenta que es un simple melodrama de televisión vespertina hecho con ínfulas. Una hermosa colección de topicazos como hija problemática salida de la cárcel con un pasado traumático, recelos con la hermana favorita, etc., etc, etc. Topicazos que ni siquiera llegan al final, pues Demme, que trabaja donde trabaja después de todo, se saca un conclusión para que la gente no salga muy deshecha del cine. En su limbo de hígados regados con un buen Chianti el doctor Lecter debe estar decepcionado de ver cómo su antiguo director ha resultado ser tan falso como el mundo que detestaba.
¿Qué era el mismo que el del silencio? Qué triste.