Hay un tipo de cine revisionista que pretende resucitar las sensaciones que debieron sentir los espectadores de hace 40 años cuando se enfrentaban a los últimos productos del Hollywood clásico, los grandes títulos en pantalla ancha y technicolor, que luchaban contra la invasión de la pequeña pantalla. Sin embargo, estas películas actuales van en contra de su propio discurso nostálgico, pues lo que evidencian precisamente es que esa ingenuidad de domingo por la tarde en grandes cines hoy desaparecidos en beneficio de las más asépticas multisalas es irrecuperable. Y que el escepticismo contemporáneo es demasiado fuerte para vencerlo.
Spielberg y su generación ya intentaron esto en los 80, recreando el cine clásico a su manera e inventando sin pretenderlo la postmodernidad en el cine, mezclando géneros de una forma irónica. Los que no supieron superar esta fase quedaron en el camino (los Landis, Dante, de vez en cuando De Palma, etc.) y los más listos como el propio Midas evolucionaron a otros mundos. El relevo de esta tendencia lo ha tomado el australiano Baz Luhrmann, con una salvedad: Si Spielberg y compañía se fijaban en el cine que veían en su infancia, que es el de los 40 y 50, el australiano, más joven, centra su atención en las desquiciadas grandes películas de los años 60, que era las que según cuenta veía en el pueblo australiano donde se crió. En Moulin Rouge se fijó en los decadentes musicales de los 60 (no en el original de West Side Story, sino en los de Barbra Streisand), que intentaban compensar que el género moría a base de estrellas y largas duraciones, y en Australia mira hacía los grandes melodramas épicos. Pero por desgracia no hacía los grandes del no menos grande David Lean, sino a los que hacían talentos menores a sueldo de los estudios. Australia ofrece amor, exotismo, y una guerra donde las tensiones se culminan.
El problema es que el propio Luhrmann se ha olvidado de la lección de Moulin Rouge, ya que hace siete años se dio cuenta de que era muy difícil volver a los musicales clásicos y ofreció versiones de standards del pop con una estética de choque. El resultado fue un film visionario que pareció abrir nuevos caminos al musical. No debe ser casualidad que al poco de este film el largo proyecto de adaptar Chicago se materializará por fin. Sin embargo, Luhrmann se toma Australia “en serio”. Su largo metraje arranca con la ironía implícita en Moulin Rouge pero a su mitad esto desaparece y se intenta convertir en un melodrama ortodoxo, a pesar de las señales que indican que esto no es así del todo, como el meter una subtrama indigenista muy New Age o la mezcolanza genérica. El film arranca como un western y acaba como una melodrama bélico. Y no escapa a la moda contemporánea, como presentar una estampida más cercana al mundo de Indiana Jones que de Río Rojo o un bombardeo de Darwin que parece sacado de los descartes de Pearl Harbour, cantosos zeros infográficos incluidos. Pero lo que hunde la película es que el director intenta pegarse a sus modelos y se demuestra lo que ya tuvo que saber en Moulin Rouge. Que el melodrama clásico es imposible para la sensibilidad actual. Y Baz Luhrmann además flojea mucho narrando una historia sobrecargada, alargadísima (su última media hora podía reducirse a la mitad sin problemas) y que, irónicamente, se parece más a los films imitadores de los 80 en su redundancia y no a los sesenteros que invoca. Es lo que pasa cuando un cineasta abandona su propia voz, por muy controvertida que pueda ser, y comienza a hablar con una voz impostada que no le pertenece. Y por cierto, a Nicole Kidman se le empiezan a notar demasiado los abusos del botox.
Cuando vi el título de este su genial (como todos) artículo pensé que iba usted a hacerle un homenaje a la hasta hace poco anónima (al menos para mí) Elsa Fábregas.
Si la infancia es la patria perdida y el cine clásico de Hollywood es la banda sonora y visual de la niñez de los hoy cuarentones, la voz de esta mujer es poco menos que el paisaje virtual sobre el que asientan nuestros recuerdos más antiguos (la frase me ha salido un poco redicha, usted me perdonará).
Fue ambiciosa y desgraciada en «Lo que el viento se llevó», frívola y despreocupada en «Pijama para dos», inquietante y perturbada en «Qué fue de Baby Jane» y hasta un poco pilingui en «Gilda». Elsa Fábregas le puso voz a esas y muchas más actrices. Me parece de justicia mencionarla en este -inigualable- blog de cine.
Hasta los defensores acérrimos del subtitulado, como el anfitrión de este blog, tenemos debilidad por esas viejas voces como la de Elsa Fábregas, apagada en estas Fiestas. Y es como dice Don Piero, más allá de polémicas teológicas sobre versión original versus versión doblada, ella y muchos más forman parte de la banda sonora de nuestra vida, de aquellas tardes de sábado donde nos obsequiaban sin que lo supiéramos con clásicos inmarchitables del cine.
De hecho, ¿sabe usted lo que pasa si ve en original filmes de los que estamos acostumbrados a ver con las voces de la generación de doña Elsa? Pues que nos parecen más recientes, debido a que las voces naturales de los actores no tienen ese punto nostálgico. Gracias por la aportación y por los elogios, Don Piero.