Decía Jaume Figueras, uno de los popes de la información y la crítica cinematográfica española, que lo que más le molestaba del cine americano actual era la cantidad de películas de serie B que se hacen con presupuestos y ambiciones de gran producción. Viendo Outlander no hay más remedio que colegir que se trata de una sabia reflexión. Esta historieta que mezcla sin pudor extraterrestres y vikingos hubiese estado graciosa en los años 50, si un Roger Corman de la vida le hubiese metido mano y la hubiese hecho con dos duros, decorados de cartón piedra y un actor convenientemente trajeado dando el pego de monstruo. El resultado seguramente habría sido un pequeño clásico de medianoche defendido por el frikismo militante. En cambio, Outlander es un mazacote condenado al olvido y candidato a que en el futuro se vea como un ejemplo del aspecto más absurdo del Hollywood actual, el que sigue sin renunciar al infantilismo e intenta dar gato por liebre.
Hay que reconocer que al menos tiene la valentía de llevar más lejos la historia que ideó el recién difunto Michael Crichton y llevó John McTiernan al cine en la malhadada El guerrero número 13 (¿Veremos algún día el montaje del director frente a al destrozada versión que circula actualmente?). Como se recordará, un árabe acostumbrado a los refinamientos propios de su cultura acababa en una tribu de brutales vikingos. En Outlander es un extraterrestre el que se estrella a primeros del siglo VIII en los fiordos noruegos. Aunque no va solo, pues lleva un monstruo de polizón que sobrevive al choque y empieza a hacer sus labores. Un bicho diseñado entre los inevitables Alien y Predator, con efectos luminotécnicos de decoración navideña del Corte Inglés incluidos. Dejemos de lado el que el protagonista sea un humano perfecto a pesar de venir de otras galaxias y que tanto él como su invitado se adapten perfectamente a nuestro planeta. Lo que sí es cierto es que Outlander desperdicia su mejor baza, el choque cultural ente el extraterrestre y los vikingos, un tema que no se explota nada. Daría igual que el visitante fuese de otra latitud terrestre y el monstruo un residuo de alguna especie perdida de nuestro planeta.
Y esta falta de sutilidad se contagia al resto del film, rodado y narrado de forma tan tosca como los vikingos que saca. Se usan topicazos sin piedad –entre el monstruo y su enemigo hay algo personal, la historieta de amor, el extraterrestre tiene un pasado doloroso que limpiar en La Tierra-, las escenas de acción están resueltas de forma confusa y las partes del alien suenan demasiado vistas. Para rematar, el protagonista es el antipatiquísimo actor Jim Caviezel, y no por su conocido integrismo religioso que hace a Mel Gibson un teólogo de la liberación (aún así, a Caviezel se le debe haber escapado el único detalle malévolo de Outander, cuando el cristiano intenta derrotar a la bestia con su fe y es destrozado), sino porque como de costumbre su único registro es poner todo el metraje cara de sufrimiento. Al menos está el gran John Hurt para compensar y un Ron Perlman infiel por una vez a Guillermo del Toro. Pero no son suficientes para salvar a Outlander del desastre.